El pasado mayo, viajé a los Andes peruanos para hacer un reportaje fotográfico sobre el festival de Qoyllurit'i, que tiene lugar cerca del glaciar sagrado Sinakara. Se trataba de un capítulo más de mi proyecto a largo plazo, Devotion, que explora las distintas creencias que se mantienen de forma tradicional en todo el mundo.
Tras investigar, sabía que había una escena que quería fotografiar especialmente: el descenso de los ukukus del glaciar, desde una altitud de más de 5.000 metros. El momento tendría lugar al amanecer del último día.
Los ukukus son un grupo especial de peregrinos, ataviados con una indumentaria distintiva, que llevan consigo látigos enrollados para vigilar el festival y celebrar rituales de iniciación durante la noche en la cima de los glaciares. En principio parecía estar prohibido para los extranjeros unirse, aunque había cierta ambigüedad alrededor de esta norma. Para aumentar mis probabilidades de conseguir la fotografía que buscaba, contacté con un grupo de ukukus antes del evento y, a cambio de una contribución al grupo, me comunicaron que me proporcionarían un traje y me permitirían subir. Sin embargo, como ocurre con frecuencia en estas situaciones, mi contacto nunca apareció en el campo base, por lo que allí me quedé, con traje y sin guía.
Por suerte, conocí a un chamán que aceptó guiarme montaña arriba sobre las 3 de la mañana. Al llegar al glaciar, un pequeño grupo de ukukus comenzó a correr hacia nosotros desde otra cresta. El chamán me pidió que me apresurara tras de él montaña abajo, pero me negué. Subir era el único motivo por el que había llegado hasta allí, después de todo.
Los ukukus nos rodearon y nos llevaron de vuelta hacia su grupo principal, a una altitud de alrededor de 5.600 m. En quechua, pero traducido para mi suerte, su Jefe dio un gran discurso acerca de la santidad de la montaña y de por qué no debía estar allí. Me sentí como Tintín en Prisioneros del sol. En respuesta, pronuncié (lo que pensé que era) un gran discurso acerca de la peregrinación que yo mismo había hecho desde un pequeño país llamado Irlanda para ser testigo de su gran tradición, y que mi intención no era faltarles al respeto.
El Jefe asintió agradecido y ordenó rápidamente que emplearan sus látigos con nosotros. Fue principalmente un acto simbólico, aunque el último azote lo propinaron con la intención de que quedara para el recuerdo. Después, tras besar el látigo (algo que se esperaba de mí), pedí permiso al Jefe para hacer algunas fotos. Sorprendentemente, gruñó un sí.
En cuanto apareció el primer rayo de luz en el cielo, los ukukus comenzaron el descenso. El portador del estandarte que caminaba delante de mí echó la vista atrás un momento por encima de su hombro, con una mirada totalmente atemporal. De hecho, la escena en sí era atemporal. Disparé el obturador y capturé ese momento para siempre a medida que la seguía a los ukukus de vuelta a la montaña. Creo que el chamán se sintió aliviado cuando pudo deshacerse de mí.
Esta fotografía será siempre especial para mí, en parte por el reto que supuso conseguirla (el viaje al valle andino desde casa, la ruta montaña arriba a la luz de la luna, los efectos de la altitud, mi discurso al Jefe y, por supuesto, los azotes con el látigo). Ver decenas de miles de peregrinos congregados en un enclave tan dramático es un verdadero espectáculo. Pero también es especial porque todos esos elementos aleatorios se aunaron para crear ese momento mágico, justo cuando pulsé el botón del obturador de mi cámara.
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